9.2.12

Abandonos.

Leía estos días "Luciérnagas" de Ana María Matute.

La novela comienza con una contundencia que atrapa: "A los diesciséis años salió de Saint-Paul, creyéndose el centro del mundo. Pero el mundo resultó distinto a todo lo que ella aprendió a temer o amar. Ojeando su cuaderno escolar, podía evocar nueve años largos y casi inútiles de internado"

Pensaba entonces en la cantidad de literatura que recrea el tema de los internados, de los orfanatos, de las frías casas regentadas por monjas, por viejas mujeres duras, por amables adultos.

Y pensaba en la literatura infantil, en los cuentos de hadas: Blanca Nieves, Hansel y Gretel, La Cenicienta, donde el o la protagonista sufre la pérdida de sus adultos de referencia y tiene que enfrentar solo un mundo duro y amenazante.

Esta recurrencia tiene una base psicológica: la fantasía del abandono.

Para los niños, el abandono es un peligro devastador. Y aunque existan unos adultos sustitutos que cuiden y protejan (los profesionales del centro de acogida, los profesores del internado, la abuela con la que se queda el pequeño) la falta estará y creará heridas.

Porque ese adulto, aunque sea cercano y bueno, estable y disponible, siempre será un "otro", un sustituto, la señal ineludible de que mamá no está. De que papá no está.

No es casual que en los cuentos ese cuidador sustituto sea una bruja mala, o un ser duro, o una despiadada madrastra.

Los niños viven una situación de desamparo. No sólo desde lo real, porque es cierto que sin adultos que acojan, que alimenten, que curen y cuiden, el bebé humano es incapaz de sobrevivir. También desde lo emocional, porque el niño se sabe inhábil para sostenerse y crecer sin referentes que funcionen como guías y como apoyos.

En la consulta se suceden historias de abandonos: padres ocupados que se ausentaban. Abuelas amorosas que cuidaban. Tías que sustituían y que, prestas, llevaban al niño o la niña al hogar materno los fines de semana. Estas historias suelen narrarse con un lenguaje curioso "Realmente mi abuela fue para mí una segunda madre". "Me sentía extraño cuando volvía a casa de mis padres, no les contaba mis cosas por no preocuparlos" "No lograba sentirme a gusto en ninguna de las dos casas".

Y es que esas historias recrean el abandono. Hacen real el temido fantasma: La sensación de falta de amor, de ser poco querido, de NO merecer ser querido.

Porque la sensación será de una carencia personal: si mamá no me quería cerca, es porque yo no merecía su amor. Si mis padres me alejaron de casa, es porque hice algo malo y me castigaron.

La explicación siempre tocará lo íntimo. El pensamiento infantil, centrado en sí mismo, tiende a colocar las razones de los otros en una falta personal. Y eso deja cicatrices. Marcas. Señales.

No es casual que luego, en los avatares de la vida adulta, esos niños abandonados presenten dificultades para establecer vínculos de amor sostenidos. Que fallen en sentir el afecto aunque el otro haga muestras de amor. Que se boicoteen las relaciones en una confirmación de su carencia. Que sean dependientes hasta extremons extenuantes.

Por eso es necesario rastrear esos primigenios abandonos. Limpiar esas heridas. Hacer un camino de vuelta en el que las razones ajenas queden establecidas y en el que la propia imagen deje de ser la de La Cenicienta, la de Blanca Nieves, la de Hansel y Gretel.

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