29.4.10

Hasta que la muerte nos separe


Más allá de ser la promesa de amor hecha tradicionalmente como voto ante el altar, hoy en día esta frase viene a reflejar la terrible realidad que viven muchas mujeres víctimas de la violencia de su pareja.
De acuerdo al Observatorio de la Violencia de Género, en España y durante el año 2009 casi 50.000 mujeres han contado con medidas de protección al ser víctimas de diversas formas de violencia de género. Asimismo, según los datos facilitados por la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, el pasado día 11 noviembre, desde el 2004 se han decretado 100.000 órdenes de protección para víctimas de este tipo de violencia. De esas 100.000 órdenes, el 40% corresponde a maltratadas que tienen menos de 30 años. Otro dato importante que resalta la ministra Aído es que un 30% de las fallecidas entre el 2003 y el 2008 tampoco superaban esa edad.
Las cifras son, sin duda, alarmantes, pero todavía más si pensamos que estas estadísticas sólo reflejan a aquellas mujeres que se atreven a denunciar, porque es conocido también que muchas mujeres permanecen en silencio. Algunas de estas mujeres viven realmente aterradas por su inseguridad y la de sus hijos; por ello ni se atreven a denunciar lo que ocurre en sus hogares. Para otras, la situación es aun más grave, pues el maltrato ni siquiera es percibido como tal. A pesar de ser maltratadas psicológica y físicamente piensan y sienten que de alguna manera ellas son las responsables de esta situación. Muchas de ellas exculpan al agresor diciendo que no han sido “lo suficientemente buenas” o “que a veces él se pone violento pero es por el estrés, o por los problemas en el trabajo”.
Romper con esta situación es muy difícil, puesto que el maltrato está sostenido sobre un vínculo que inicialmente se esconde bajo la forma del “amor”. Un amor que paulatinamente va cercenando todas las relaciones de la mujer con su entorno (familia y amigos). Incluso, muchas abandonan la vida laboral para dedicarse “a lo más importante, que es mi casa y mi marido”. Tras esto, la descalificación, el temor y el control permanente que ejerce la pareja sobre ellas, van socavando los recursos psicológicos de la mujer para hacer frente a la situación.
Cuando una mujer decide denunciar o romper la relación, da un paso importantísimo que requiere mucho valor, pues se está sobreponiendo a una sensación personal de ser absolutamente vulnerable y de no tener ningún control sobre su vida. De ahí que la primera labor psicoterapéutica sea la del reconocimiento y el apoyo. Sin embargo, la recuperación real de la mujer maltratada comienza más tarde, cuando se toma conciencia de la relación de dependencia emocional que se tiene con la pareja, cuando la mujer se comienza a interrogar a sí misma sobre la paradoja del amor que maltrata.
Revisar, volver sobre lo que nos causa dolor, entender qué nos ha mantenido en esa posición constituyen procesos dolorosos, pero indudablemente necesarios, pues definen el camino preciso para ubicar el amor al lado del respeto y la consideración.

25.4.10

La medicación

Una duda común en todo tratamiento del padecer mental es cuándo recurrir a la medicación psiquiátrica. Depresión, ansiedad, psicosis son casos diferentes que pueden sostenerse con medicamentos específicos.
Cada profesional tiene una posición propia: desde el psiquiatra que receta lexatín o prozac sin resistencias, hasta el psicoterapeuta que se opone rotundamente a usar ningún sostén psicofarmacológico.
También los pacientes tienen diferentes posturas.
Por un lado, quienes no quieren usarlas sostienen toda una serie de fantasías en torno a la adicción, o en relación a que tomar medicación significa estar loco.
En el extremo opuesto se ubican quienes entienden los medicamentos como sustituto emocional y elemento de control externo, para no sentir, para funcionar.
La medicación es una opción, irrevatible en algunos casos como en la psicosis, cuando se convierte en organizador mínimo para poder hacerse cargo de la vida. Pero una alternativa más en otros padeceres, como la ansiedad.
Mi postura está centrada en el alcance del padecer: si alguien no se puede hacer cargo de sí mismo, si el sufrimiento amenaza con revasar el aguante del vivir, es una opción válida y necesaria.
Pero lo que se escapa de mi comprensión es el uso de la medicación como paliativo del normal sentido emocional de la experiencia vital.
El caso más frecuente es la experiencia de duelo. ¿Se puede esperar que alguien que ha perdido un ser querido no llore, no se sienta confuso, no sufra? Pues aunque la respuesta es obvia, no faltan los especialistas que en estos casos recetan tranquilizantes, antidepresivos, pastillas que amortiguan el impacto de la experiencia, de forma que lo único que se logra es posponer el malestar, alargarlo. Porque el duelo requiere un tránsito para  hacerse con la vida desde una postura que acepte y se adapte a la falta del otro, y para llegar allí, después de un largo período de tiempo, es necesario llorar la pérdida, sentir el espacio vacío que dejó el otro al desaparecer, desesperarse, es decir, elaborar.
 Los seres humanos somos sujetos racionales, pero también emocionales. Experimentar dolor, rabia, nerviosismo, forma parte del acaecer. Todos, alguna vez nos sentimos perdidos, revueltos, tocados, cuando la realidad nos golpea con elementos negativos.
El tratamiento no puede limitarse a  hacer que el dolor desaparezca, sino que debe dirigirse a aceptar el sufrimiento, explorar las razones que lo sostienen y sobrevivir a él, porque la vida repite en los golpes, y la salud pasa también por resonar ante el malestar.