13.10.11

La enfermedad mental como atenuante o como agravante.

El verano se rompía este año con una historia terrible: Una cuidadora de un Centro de Acogida asesinaba a tres niños discapacitados que permanecían a su cargo y luego intentaba suicidarse.

La noticia del suceso llenaba todos los medios justo en un tiempo de desconexión y de relax, jaloneando hacia lo más oscuro con su contundencia.

Los dirigentes de la ONG que gestionaba el Centro, así como los responsables de la Junta de Castilla y León que debía supervisarlo, se han lavado las manos, calificando la actuación de la monitora como un "acto de locura".

Cuando me topo con este tipo de declaraciones siempre pienso que la enfermedad mental es muy socorrida para explicar aquello que se escapa de nuestra comprensión y que deja en evidencia una labor mal organizada.

Se ha hablado de un homicidio compasivo, es decir, de unos asesinatos cometidos para ayudar a acabar con el sufrimiento, considerando los gravísimos problemas motrices que padecían los tres niños.

Se ha mencionado que la monitora sufría de depresión y que estaba en tratamiento, lo que ha generado toda una controversia jurídica entre si los responsables de su trabajo conocían o no esta condición.

En todo caso, la violencia del acto y el revés que supone que quien cuide, acabe matando, deja ver la resquebrajada salud mental de la monitora.

Pero lo importante es mirar cómo es que esta mujer pudo actuar su locura en un lugar que se suponía debía garantizar una vida digna a los niños que allí residían.

El trabajo en Centros de Menores o en otros ámbitos donde se esté en contacto permanente con el malestar y con unos condicionantes crónicos que dificultan la vida, acaba mermando. Muchas personas que se dedican a estas tareas coinciden en considerar cómo la misma historia de frustración que se repite en uno y otro y otro y otro caso, acaba creando una estela de desesperanza.

Por eso, entre otros factores (como sueldos míseros u horarios extremos) el personal que atiende a estas poblaciones tiende a aguantar un cierto tiempo, para buscar a continuación otros horizontes profesionales.

La enfermedad mental, los problemas sociales extremos, la discapacidad, todos ellos comparten un mismo destino: no son prioridad. Recuerdan el lado oscuro de la vida. Y desde allí, reciben el mínimo cuidado para que alguien se ocupe de esas temáticas pero sin demasiada algarabía.

Porque más allá de las condiciones mentales patológicas de la monitora, existen preguntas prácticas que resuenan: ¿Cómo es que esta mujer estaba sola en el Centro, a cargo de tres niños gravemente afectados?
¿Qué evaluaciones psicológicas había ejecutado la ONG al contratarla? ¿Cómo se cuidaba el estado mental presente de la monitora?

Estas preguntas requieren respuestas prácticas. No basta con que una vez que ocurre la tragedia, nos echemos las manos a la cabeza y asistamos al triste espectáculo de ver cómo los responsables se exculpan unos a otros. Y para exculparse, nada mejor que achacar todo "a la locura", como si la locura fuera algo silencioso e inevitable que acecha en la oscuridad.

Lo digo con toda la contundencia de que soy capaz: Era responsabilidad de "Mensajeros de la Paz" (La ONG que gestionaba el Centro) y de la Junta de Castilla y León garantizar la seguridad de los menores acogidos. Y era labor de ambos velar por la salud mental de los profesionales a cargo. Porque la salud mental es un asunto que nos incumbe. Porque hay métodos fiables para evaluarla y porque no se puede dejar al azar la seguridad, y en este caso, la vida de unos menores incapaces de defenderse.

Que justo esta semana se haya celebrado el Día Mundial de la Salud Mental es una buena oportunidad para que empecemos a respetar lo que a salud y a patologías emocionales se refiere. Para que dejemos de excusarnos, para que dejemos de recurrir a la enfermedad mental como atenuante cuando de lo que se trata es de una grave falta de cumplimiento de las responsabilidades.
Escrito por Esther Roperti.