6.7.10

Vampiros

Este 27 de Junio "El País Semanal" publicaba la última entrega de su serie Testigo del horror, un espeluznante reportaje sobre Zimbabue.
El artículo hacía hincapié en la altísima incidencia del VIH en el país africano, una de las más altas del mundo, y además de referir diversas variables implicadas, señalaba algunos mitos que sostenían el contagio de la enfermedad.
En primer lugar, la consideración de la circuncisión como una medida protectora.
En segundo lugar, la creencia de que un hombre con VIH se cura manteniendo relaciones sexuales con una virgen o con un niño.
Cuando me topo con estas ideas no puedo dejar de vislumbrar la imagen del vampiro, aquel ser que se alimenta de sangre joven, que mata, que chupa, que devasta, a fin de perpetuar su eterna juventud.
Los vampiros no pertenecen sólo a la literatura y al cine, a libros como Drácula de Bram Stoker o películas como Nosferatu. Muchos de ellos están entre nosotros, son de carne y hueso y no son, ni mucho menos, inmortales.
Se reconocen por su sangre fría para dañar; por su incapacidad de reflejarse en los demás porque no conocen la empatía; y se alimentan de la vida de los otros: van dejando devastación y sufrimiento a su paso.
Un hombre que, bajo la creencia de su propia curación, es capaz de "pasarle" su mal a otro, a un niño o a una mujer, es, sin lugar a dudas, un vampiro.
El hecho de que una fantasía como esa se le ocurra a alguien,  el hecho de que puede extenderse y  darse por válida, confirma la existencia del vampirismo, del lado más oscuro de la naturaleza humana.
Pero existen otros vampiros: aquellos que establecen relaciones donde el otro se convierte en mera herramienta para su disfrute, deshumanizado y objetivizado, desprovisto de toda categoría de sujeto.
También quien goza explotando y maltratando a sus víctimas, llámense pareja, hijos, subalternos.
Ante seres así, lo mejor, estar fuera de su campo de acción. Porque con los vampiros mortales no valen crucifijos, ni la luz del sol. Viven menos, pero arrasan más.