16.11.09

Maltrato

Hace unos días, la prensa nos sorprendía con una noticia terrible: el caso de dos bebés maltratados en Málaga. Uno de ellos falleció a causa de los golpes, el otro, recibe atención en la UVI de un hospital. Lo más espeluznante, la edad de los pequeños: dos meses. Y para colmo de males, la identidad de sus presuntos agresores: sus padres.
Uno se pregunta: ¿Qué puede pasar por la cabeza de unos adultos para cometer tamaña insensatez? ¿Qué puede motivar una escena de tanta violencia contra unos bebés apenas recién llegados al mundo?
Todos los casos de maltrato, contra las mujeres, contra los padres, contra los compañeros, contra los hijos, causan un impacto inmediato en la sociedad, porque no hay manera de acostumbrarse a un clima en el que la violencia campa en los rincones más públicos y más privados.
Si bien la ira, la cólera, la rabia, son sentimientos humanos, y como tales, lícitos; ver el rostro más oscuro de la humanidad, de nuestros semejantes, siempre da sensación de vértigo.
Lo más terrible es que toda forma de maltrato deja secuelas. Las más evidentes, las físicas. No obstante, muchas otras consecuencias se plasman en la manera posterior de situarse en el mundo.
No es de extrañar la cantidad de mujeres que repiten en sus relaciones de pareja un vínculo de malos tratos, cuando en su historia personal ha habido violencia ejercida por el padre.
No son infrecuentes los pacientes que se odian y rechazan a sí mismos cuando fueron odiados y rechazados por sus adultos en la infancia.
No son inusuales los hombres que temen el abandono y se sienten perseguidos por el fantasma del desamor, cuando, de niños, fueron víctimas de unos padres excluyentes.
En la intimidad del espacio terapéutico, la reconstrucción tiene que pasar por ver esas heridas y elaborar una nueva relación que se aleje del golpe y el insulto.