El 28 de Noviembre España estaba atenta a los resultados de las elecciones catalanas.
Más allá de los factores políticos más específicos, de las preferencias particulares y de las condiciones generales, existía un interés que se centraba en qué pasaría con cierta agrupación que se sostenía en mensajes xenófobos.
Por supuesto que la xenofobia y el racismo no son un invento de ese partido. Existen y han existido en los más insospechados parajes y grupos humanos.
Siempre me ha parecido interesante indagar en los entramados de ese sentimiento, de ese razonamiento según el cual el otro, por razón de su diferencia, es menos valioso, menos humano, menos persona.
Y digo diferencia porque creo que esa es la base del discurso.
El otro, ya sea por razones de rasgos físicos, de religión, de cultura o de lugar de nacimiento, es distinto y eso lo convierte en inferior.
También en el caso del machismo, es esa diferencia la que sostiene la creencia de superiores e inferiores. Y ya conocemos las nefastas consecuencias de esa falta de equilibrio.
Estamos hablando, entonces, de un discurso desde el espejo, desde el narcisismo.
Según los lineamientos de ese orden de pensamiento, existe respeto al otro en la medida en que es como yo. Existe cercanía al otro en tanto similar a mí. En conclusión: respeto, cercanía y consideración sólo para y por mí.
Un discurso desde el ombligo. Centrado en sí mismo. Egocéntricamente escrito, donde los demás son meros reflejos en el espejo.
Se trata de un monólogo, nunca de un diálogo.
En el mito, Narciso está enamorado de su imagen en el espejo de agua. Nadie puede colarse en el espacio que cierran él y su reflejo. Nadie más existe. Nadie más tiene cabida.
Cuando el mundo está poblado únicamente por mí y los otros no son más que trozos de mí mismo, simples objetos de mi disfrute o de descarga de mi rabia, la violencia está servida.
El respeto es únicamente posible en un mundo habitado por múltiples sujetos. Diferentes, diversos, distintos, pero en igualdad de derecho en tanto personas.
Si nos tropezamos con un racista, con un xenófobo y no sentimos un estremecimiento, alegando un tranquilizador "soy blanco, soy de aquí, soy como él" perderemos un tiempo precioso que puede salvarnos. Porque en ese discurso desde el espejo, irrremediablemente en algún momento aparecerá la fisura, la diferencia. Y no habrá piedad.
Como decía el poema aquél que tanto se ha citado, distorsionado, copiado, y cuya autoría no se sabe si atribuir con certeza a Bertol Brecht o a Martin Niemöller:
"Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada".
Un racista, un xenófobo, podrá comenzar por donde quiera, pero sin lugar a dudas, no tendrá frenos en su devastación.
Ojo.
Escrito por Esther Roperti.