10.12.09

Llamados de atención

El 17 de Noviembre de este año, la prensa recogía los últimos acontecimientos del llamado "crimen de Fago". Se sabía entonces que el principal acusado sostenía haberse inculpado para llamar la atención.
También en el año 2000, las chicas que en San Fernando (Cádiz) asesinaron a una compañera de instituto, afirmaron que querían ser famosas.
Se trata entonces de unos llamados de atención que justifican cualquier acto.
Y uno se pregunta ¿Qué ocurre cuando unas sujetos son capaces de recurrir a la violencia más extrema con tal de aparecer y ser mirados? ¿Por qué tanta necesidad de reconocimiento, de tener un lugar?
Las ideas que se vienen a mi cabeza, entonces, tienen que ver con que personas así, deben haber padecido un gran vacío en el desarrollo, con una falta grave de miradas, de reconocimientos, de acogidas, seres que deben haber crecido sin apoyos y con tremendas carencias de encuentros con los otros.
Estas noticias siempre repercuten en mí porque, cada vez con mayor frecuencia, encuentro estos gritos de atención y me hacen reflexionar acerca de mi quehacer como psicoterapeuta.
Sin llegar a extremos tan marcados como los recogidos en estas noticias de criminalidad, la clínica psicológica enseña que toda vivencia de desatención en la vida adulta, remite a una infancia desatendida.
Muchos pacientes narran sus llamados de atención en la adultez (enfermedades estridentes; actuaciones maníacas; puesta a prueba de sus parejas...). También en la transferencia, el vínculo está entonces marcado por necesidades imperativas de ser atendido, de ser alguien para el otro (cambios de horarios intempestivos, llamadas fuera de las sesiones, anulaciones...). Al revisar sus historias, aparecen escenas en que se sintieron poco importantes, poco queridos, poco acogidos por sus figuras de referencia, con lo que el presente es una clara repetición de esas primigeneas circunstancias.
En el trabajo psicoterapéutico, es necesario situar la experiencia de la desatención como un hecho perteneciente al pasado, a la historia más primitiva del sujeto, que muchas veces se inflitra en su presente. Ese mirar atrás es el inicio de la reconstrucción, de la sanación de las heridas.

6.12.09

Ser padres

Recientemente, en una de las sesiones de “Escuela para Padres” en la que tratábamos la importancia de las normas y los límites en la crianza de los niños, me impresionó encontrar bastantes coincidencias en las anécdotas que relataban los padres. Así, la dificultad para ejercer la autoridad como padres aparecía como lugar común en sus relatos.
Escuché el relato preocupado de estos padres, que son padres de niños preescolares, sobre cómo sus hijos o los hijos de sus conocidos han sido objeto de algún tipo de agresión por otros chavales (por ejemplo, empujones para poder subir antes al tobogán o bien insultos para amedrentar y lograr que los otros se muestren sumisos). También hablaron de niños que golpean o se dirigen de manera irrespetuosa a sus padres o abuelos. Finalmente, estuvieron de acuerdo en aquello que les resultaba lo más sorprendente: la inercia e inacción de los padres de los niños agresores frente al comportamiento de sus hijos.
Estos hechos nos llevaron a diferentes reflexiones, pero la interrogante central giraba en torno a la pregunta ¿Qué pasa con ese lugar que como padres nos toca ocupar? La respuesta apunta a señalar que se trata de un lugar que, sin duda alguna, se presenta como difícil, puesto que debe conjugar, en una medida pretendidamente justa, amor, protección, aceptación, límites y prohibiciones.
Por eso al escuchar estos relatos, y al recordar los no pocos sucesos que recoge la prensa sobre la violencia en los colegios, las agresiones de hijos a padres, la violencia gratuita hacia otros por hechos tan absurdos como tener el cabello de cierto color [“Siete niños estadounidenses pelirrojos fueron agredidos física, o verbalmente a través de internet, en un colegio de California (al oeste de EEUU) por otros adolescentes”. es.noticias.yahoo.com], me hacen pensar que es cierto, que como padres, hemos perdido el rumbo, hemos pasado de ejercer una disciplina autoritaria y restrictiva hacia el extremo opuesto del “dejar hacer, dejar pasar”.
Nos encontramos, no sin sorpresa para todos, replanteándonos nuestra función como padres a partir de elementos que, en principio, deberían resultar obvios: tenemos que educar a nuestros hijos desde su más temprana infancia para vivir en sociedad; debemos trasmitirles valores como el amor por la vida y la solidaridad; educarlos en el respeto, en la capacidad de diálogo; dotarlos de un bagaje de habilidades sociales para solucionar problemas interpersonales, para aprender a aceptar y reconducir la frustración , para anticipar las consecuencias de los actos realizados y para aprender a ponerse en el lugar del otro.