También puede vivirse de una forma dramática, transformando la vida en un escenario para destruir al otro. Para acabarlo. Y entre las herramientas del ataque, además de lo económico; de las posesiones materiales comunes; del prestigio social del o de la ex, en muchas ocasiones se ubica a los hijos como un arma arrojadiza.
La separación implica un fracaso. Una pérdida. Requiere la elaboración de un proceso de duelo y conlleva una revisión personal donde se evalúen las razones que provocaron la ruptura.
Y en ese proceso, puede ocurrir que las responsabilidades se coloquen fuera: "Me falló" "Nunca me entendió" "Siempre fue un (una) egoísta".
Muchas personas, entonces, desean una alianza con el hijo. Sienten al otro progenitor como una amenaza en el vínculo paterno-filial y comienzan las descalificaciones, las críticas, las quejas, las presiones para que se rompa la relación del niño con el otro: "Nos dejó" "Ya no nos quiere" "Quiere hacer una vida sin nosotros". Y en ese uso del plural, el hijo es colocado como parte de una guerra que no le concierne.
Cuando un padre o una madre actúan así, están ignorando la emocionalidad del niño y ahí, justamente, se produce el daño.
El niño necesita a su madre y a su padre. Necesita el triángulo. Y la ruptura de la pareja no tiene por qué implicar una pérdida de sus apegos.
El niño parte de ambos. Ama a ambos. No tiene por qué elegir. Y sabe, internamente, que es una mezcla de los dos. Por eso, si papá se convierte en un ser malo, abandónico, egoísta, que hace llorar a mamá, una parte del propio niño también resulta menospreciada.
Si mamá es una mala persona, una pesada que le ha destrozado la vida a papá, una parte del niño también se lesiona.
Pero no hay lugar para la duda: lo que daña no es la separación. Lo que puede constituir una herida profunda y dolorosa es la manera en que ese proceso es llevado por los adultos responsables.
Escrito por Esther Roperti.