Las formas familiares han cambiado. Cada vez es más frecuente encontrar familias cuya estructura dista mucho de aquel núcleo tradicional formado por padre, madre e hijos, todos conviviendo bajo el mismo techo.
Por diversas razones sociales, culturales y económicas, muchas parejas se rompen, se rehacen, se multiplican. Y es entonces cuando ciertos conceptos tradicionales tienen que modificarse.
En muchas ocasiones, los psicólogos somos requeridos para evaluar o iniciar tratamiento psicoterapéutico por los daños que los niños han sufrido como consecuencia de la separación de los padres. Y es que muchos niños, efectivamente, resultan íntimamente dañados por la ruptura.
El quiebre de la pareja parental es un cambio. Una realidad que necesita un proceso de adaptación de todos los miembros de la familia, por supuesto. Pero no tiene por qué constituir una experiencia traumática que lesione al niño.
Toda separación está sostenida sobre el conflicto. Algo que se había construído se rompe, y eso conlleva sentimientos de frustración y de rabia.
Este conflicto puede sostenerse sobre la negociación adulta, sin caer en luchas encarnizadas. También puede vivirse de una forma dramática, transformando la vida en un escenario para destruir al otro. Para acabarlo. Y entre las herramientas del ataque, además de lo económico; de las posesiones materiales comunes; del prestigio social del o de la ex, en muchas ocasiones se ubica a los hijos como un arma arrojadiza.
La separación implica un fracaso. Una pérdida. Requiere la elaboración de un proceso de duelo y conlleva una revisión personal donde se evalúen las razones que provocaron la ruptura.
Y en ese proceso, puede ocurrir que las responsabilidades se coloquen fuera: "Me falló" "Nunca me entendió" "Siempre fue un (una) egoísta".
Muchas personas, entonces, desean una alianza con el hijo. Sienten al otro progenitor como una amenaza en el vínculo paterno-filial y comienzan las descalificaciones, las críticas, las quejas, las presiones para que se rompa la relación del niño con el otro: "Nos dejó" "Ya no nos quiere" "Quiere hacer una vida sin nosotros". Y en ese uso del plural, el hijo es colocado como parte de una guerra que no le concierne.
Cuando un padre o una madre actúan así, están ignorando la emocionalidad del niño y ahí, justamente, se produce el daño.
El niño necesita a su madre y a su padre. Necesita el triángulo. Y la ruptura de la pareja no tiene por qué implicar una pérdida de sus apegos.
El niño parte de ambos. Ama a ambos. No tiene por qué elegir. Y sabe, internamente, que es una mezcla de los dos. Por eso, si papá se convierte en un ser malo, abandónico, egoísta, que hace llorar a mamá, una parte del propio niño también resulta menospreciada.
Si mamá es una mala persona, una pesada que le ha destrozado la vida a papá, una parte del niño también se lesiona.
Pero no hay lugar para la duda: lo que daña no es la separación. Lo que puede constituir una herida profunda y dolorosa es la manera en que ese proceso es llevado por los adultos responsables.
Escrito por Esther Roperti.
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