Aunque ya he tratado este tema en otra parte (me refiero a mi libro Padres victimas, hijos maltratadores), de nuevo me refiero al tema, llevada por la fuerza de la realidad.
Hace unos días, las noticias recogían los datos anuales sobre violencia de hijos contra sus padres, y lo cierto es que son hallazgos impactantes.
Por ejemplo, el diario Que.es* se hacía eco de la nada desdeñable cifra presentada por la Fiscalía de menores: 8000 denuncias en 2009; 1000 más que en el año anterior.
Y la edad de los denunciados es cada vez menor. Aunque en la mayoría de los casos se trata de chicos y chicas de entre 14 y 18 años, ya aparecen con cierta regularidad testimonios de madres acosadas por sus hijos de 13, 12 años, y menos.
Y, como cada año, cuando se publican las estadísticas se hace hincapié en que se trata de un fenómeno en crecimiento; y la prensa invierte páginas en hablar de la situación; y se repiten las entrevistas a especialistas; y se vuelven a recordar medidas clarísimas: más autoridad, más negativas a los caprichos, más coherencia en la disciplina.
Pero lo cierto es que el problema sigue, hasta el siguiente año y las siguientes cifras.
Es evidente que no nos enfrentamos a casos aislados, que la realidad de este siglo XXI viene marcada por la violencia y por diferentes escenarios donde la impulsividad, la falta de límites, la carencia de autoridad, dejan tambaleantes los rincones más privados de convivencia: la escuela, el instituto, la casa.
Todas las funciones de autocontrol, es decir, de sometimiento a la norma, de tolerancia a la frustración, de asunción de la autoridad, son funciones paternas, entendiendo la figura del padre como aquel que es representante de la Ley, quien enseña a internalizar los límites como vectores para moverse en la realidad. Por esto, no es nada infrecuente que muchos casos de conducta disocial se asocien a historias de padre ausente o padre delincuente.
Pero me encuentro ante una paradoja: ¿Por qué nuestra realidad muestra tanta falta de funciones paternas, cuando justamente ahora hay mayor presencia del padre que nunca? Basta ver los anuncios: padres con sus hijos comprando en el súper, o jugando en el parque o paseando en la calle.
Tenemos entonces que mirar no si el padre está, sino cómo es esa presencia.
Si antes los padres sólo aparecían para imponer castigos, hacer reprimendas o marcar límites; ahora participan de la cotidianidad pero con miedo a imponerse, a decir que no, a hacer uso de la autoridad. Y parece que las madres tampoco asumen ese papel.
Y con este panorama, muchos hijos -niños y adolescentes- están perdidos, incapacitados para moverse en sociedad.
No es suficiente alarmarse cada año, y repetir medidas obvias: más autoridad, más disciplina, menos caprichos.
Hace falta que cada padre y cada madre reflexione sobre sus funciones, sobre su rol en la familia, sobre sus dificultades y sus fantasías. Sabiendo que, sin lugar a dudas, los hijos están marcados por nuestras huellas, que son nuestro hechura.
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